Cuento delictivo
Recuerdos
No hace falta conocerme demasiado para darse cuenta del peso emocional que le pongo a ciertos objetos. No debe ser algo valioso; basta que sea recuerdo de alguna experiencia o momento para que pase a estar entre los objetos más preciados de mi habitación. A mi colección de recuerdos la conforman desde fotos hasta envoltorios y pétalos secos.
Conforme se fue formando esta colección, la búsqueda de encapsular momentos incrementó. Mi pizarra de corcho se llenó de los detalles más pequeños de los mejores momentos de mi adolescencia. Mi cuarto se convirtió en un lugar casi religioso.
Hace unos meses tuve la oportunidad de ir a un gran festival de música. Muchos cantantes que me encantaban y un muy agradable ambiente. Para contribuir a crear esta maravillosa atmósfera se realizó en un estadio completamente decorado por muchos artistas. Carteles, pinturas y grafitis colmaban el predio.
A medida que avanzaba la noche me di cuenta que aún no tenía ningún elemento para mi repertorio. Miré por todos lados hasta que lo encontré. Yo quería un cartel. Sabía que ese sería el recuerdo perfecto de una noche tan especial. Miré a mi alrededor y vi que los guardias de seguridad estaban ocupados controlando a la multitud.
El cartel se encontraba atado a un árbol con unos cordones elásticos. Para tomarlo debía romperlo o desatarlo. Ninguna forma iba a ser fácil. Nos acercamos con mi novio a simular una conversación convenientemente reposados sobre el árbol. Mientras uno fingía descansar el otro apoyaba su mano junto a su cabeza, donde convenientemente se encontraba el nudo que sujetaba el cartel. Con mis mejores dotes actorales desaté el nudo e introduje el póster en mi pantalón.
Dos personas y un recuerdo…necesitábamos un cartel más. Implementamos la misma receta y lo conseguimos. Nos ganó la obsesión y para cuando nos dimos cuenta estábamos arrancando afiches para todos nuestros amigos. Nos rodearon los guardias que comenzaban a sospechar sobre por qué cambiabamos de árbol secuencialmente mientras desaparecía la decoración del lugar. Identifiqué a uno que comenzó a acercarse con una aparente intención de querer hacer preguntas. A medida que él se acercaba fingimos leer un mensaje que nos obligara a correr. Desaparecimos triunfantes entre la gente con los pantalones repletos de recuerdos que ahora decoran el cuarto de ocho personas.
El concierto continuó y disfruté cada momento, sabiendo que tenía un tesoro escondido bajo la ropa. Cuando finalmente salí del lugar, llevé conmigo un recuerdo imborrable de esa noche mágica y de la aventura que vivimos para conseguirlo.
El póster reposa ahora sobre mi cama y es halagado cada vez que alguien entra a mi casa. Cada vez que lo veo, me transporta de nuevo a esa experiencia y a las risas que la conformaron.
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